Todos
sabemos que la religión católica ha tenido y sigue teniendo un papel
discriminatorio importante, Para empezar, ha discriminado a la mujer. La
religión católica no ha reconocido los mismos derechos y libertades al hombre
que a la mujer. Y eso rige actualmente, porque el Derecho Canónico sigue
vigente en dicha religión. Evidentemente los hombres y las mujeres somos diferentes.
Pero una cosa es la desigualdad y otra cosa es la diferencia. La diferencia es
un hecho, la igualdad es un derecho. Lo
dice el artículo 1 de DH “Todos los Seres Humanos nacen libres e iguales…”
Uno
de los componentes determinantes de la cultura es la religión. Por eso, una
cultura como es el caso de lo que ha ocurrido en Occidente durante tantos
siglos, la mentalidad de la desigualdad ha marcado la ética el Derecho, la
política, las costumbres y las convicciones, de la cultura occidental. Y en nuestra cultura occidental se practica la religión
cristiana. Y en la religión católica, rige el Derecho Canónico (CIC, por sus
siglas en latín, Codex Iuris Canonici). Pues bien, en el CIC, como sabemos, las
mujeres no son iguales en derechos a los hombres. Ni los laicos son iguales a
los clérigos. Ni los presbíteros tienen los mismos derechos que los obispos. Ni
los obispos se igualan con los cardenales.
No
olvidemos que la religión es generalmente aceptada como un sistema de jerarquía
que implican rangos, que implican
dependencia, sumisión y subordinación a superiores invisibles Superiores que se
hacen visibles en jerarquías que hacen cumplir los rituales de sumisión, según
las diversas religiones y sus estructuras correspondientes. En el caso de la
Iglesia católica, durante los tres primeros siglos, las originales comunidades
evangélicas fueron derivando hacia un “sistema de dominación”, con las
consiguientes desigualdades, que todo sistema de dominación produce, y que
quedó establecido en la Antigüedad Tardía Este sistema, como es bien sabido,
alcanzó la cumbre en su expresión máxima, la “potestad plena” (ss. XI al XIII).
Un poder que se ejercía conforme a la normativa del Derecho romano que no
reconoció la igualdad “en dignidad y derechos” de mujeres, esclavos y
extranjeros. Se puede decir que en aquel
tiempo, no eran considerados del todo
como seres humanos.
Este
sistema, no ya basado en las “diferencias”, sino en las “desigualdades”, sufrió
el golpe más duro, que podía soportar, en las ideas y las leyes que produjo la
Ilustración, concretamente en la Declaración
de los Derechos del hombre y del ciudadano, que aprobó la Asamblea
Francesa, en 1789. Un documento que fue denunciado y rechazado por el papa Pío
VI. Lo que fue el punto de partida del duro enfrentamiento entre la Iglesia
católica y la cultura de la Modernidad. Un enfrentamiento que se prolongó
durante más de siglo y medio, hasta después de la segunda guerra mundial. El principio de
igualdad y de participación de los ciudadanos y ciudadanas quedó así formulado,
en embrión, pero también como ideal de una nueva sociedad y una nueva cultura.
Fue el paso decisivo de una sociedad
sometida al soberano, a un modelo de sociedad
igualitaria y democrática.
El contraste con esta mentalidad está en el Evangelio. Jesús
quiso, a toda costa, la igualdad en dignidad y derechos de todos los seres
humanos. Todos son hijos del mismo Padre del cielo. Por eso, Jesús se puso de
parte de los más débiles, de los más despreciados, de los más desamparados. Sólo
el Evangelio de Jesús y la fuerza de su “proyecto de vida” podrán potenciar la
aspiración de justicia e igualdad que nos parece un sueño o una utopía.
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