domingo, 5 de marzo de 2017

DESIGUALDAD Y RELIGIÓN


 Todos sabemos que la religión católica ha tenido y sigue teniendo un papel discriminatorio importante, Para empezar, ha discriminado a la mujer. La religión católica no ha reconocido los mismos derechos y libertades al hombre que a la mujer. Y eso rige actualmente, porque el Derecho Canónico sigue vigente en dicha religión. Evidentemente los hombres y las mujeres somos diferentes. Pero una cosa es la desigualdad y otra cosa es la diferencia. La diferencia es un  hecho, la igualdad es un derecho. Lo dice el artículo 1 de DH “Todos los Seres Humanos nacen libres e iguales…”

Uno de los componentes determinantes de la cultura es la religión. Por eso, una cultura como es el caso de lo que ha ocurrido en Occidente durante tantos siglos, la mentalidad de la desigualdad ha marcado la ética el Derecho, la política, las costumbres y las convicciones, de la cultura occidental. Y en nuestra cultura occidental se practica la religión cristiana. Y en la religión católica, rige el Derecho Canónico (CIC, por sus siglas en latín, Codex Iuris Canonici). Pues bien, en el CIC, como sabemos, las mujeres no son iguales en derechos a los hombres. Ni los laicos son iguales a los clérigos. Ni los presbíteros tienen los mismos derechos que los obispos. Ni los obispos se igualan con los cardenales.

No olvidemos que la religión es generalmente aceptada como un sistema de jerarquía que implican  rangos, que implican dependencia, sumisión y subordinación a superiores invisibles Superiores que se hacen visibles en jerarquías que hacen cumplir los rituales de sumisión, según las diversas religiones y sus estructuras correspondientes. En el caso de la Iglesia católica, durante los tres primeros siglos, las originales comunidades evangélicas fueron derivando hacia un “sistema de dominación”, con las consiguientes desigualdades, que todo sistema de dominación produce, y que quedó establecido en la Antigüedad Tardía Este sistema, como es bien sabido, alcanzó la cumbre en su expresión máxima, la “potestad plena” (ss. XI al XIII). Un poder que se ejercía conforme a la normativa del Derecho romano que no reconoció la igualdad “en dignidad y derechos” de mujeres, esclavos y extranjeros.  Se puede decir que en aquel tiempo,  no eran considerados del todo como seres humanos.

Este sistema, no ya basado en las “diferencias”, sino en las “desigualdades”, sufrió el golpe más duro, que podía soportar, en las ideas y las leyes que produjo la Ilustración, concretamente en la Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano, que aprobó la Asamblea Francesa, en 1789. Un documento que fue denunciado y rechazado por el papa Pío VI. Lo que fue el punto de partida del duro enfrentamiento entre la Iglesia católica y la cultura de la Modernidad. Un enfrentamiento que se prolongó durante más de siglo y medio, hasta después de la segunda guerra mundial. El principio de igualdad y de participación de los ciudadanos y ciudadanas quedó así formulado, en embrión, pero también como ideal de una nueva sociedad y una nueva cultura. Fue el paso decisivo de una sociedad sometida al soberano, a un modelo de sociedad igualitaria y democrática.  


El contraste con esta mentalidad está en el Evangelio. Jesús quiso, a toda costa, la igualdad en dignidad y derechos de todos los seres humanos. Todos son hijos del mismo Padre del cielo. Por eso, Jesús se puso de parte de los más débiles, de los más despreciados, de los más desamparados. Sólo el Evangelio de Jesús y la fuerza de su “proyecto de vida” podrán potenciar la aspiración de justicia e igualdad que nos parece un sueño o una utopía. 

José María García MauriñoFebrero 2017.


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