viernes, 5 de abril de 2013

¿ADIOS A LA DEMOCRACIA EN EUROPA?





 La "Justicia Europea"en Luxemburgo




Ha quedado finalmente muy claro que los estados democráticos del mundo capitalista no tienen un soberano, sino dos: abajo, el pueblo, y por encima los «mercados» internacionales
Wolfgang Streeck[1]


El pasado mes de octubre se concedió el Premio Nobel de la Paz a la Unión Europea por su contribución a la defensa de la paz, los derechos humanos y la democracia tanto en el Viejo Continente como en el resto del mundo. Que el galardón fuera recibido por quien ejerció de anfitrión de la Cumbre de las Azores -desde la que se impulsó una guerra contra el pueblo de Irak por una coalición internacional de países sin el respaldo de la ONU- no deja de ser una de esas ironías a la que nos tiene acostumbrados la historia. En la práctica, la política exterior y de seguridad europea ha venido marcada por la dificultad para alcanzar posiciones comunes y coherentes. No obstante, si algo subyace a la errática y dividida política exterior europea es, como ha señalado acertadamente Rafael Poch, su vocación belicista e imperial: «Y cada vez lo es más. Incluso el eje franco-alemán que mantuvo la divergencia con Bush colaboró a nivel de logística, servicios secretos y general complicidad con el complejo Guantánamo (torturas, vuelos y cárceles ilegales) en Irak y en la llamada “guerra contra el terror”. Esta Europa participa en la guerra de Afganistán y ha  propiciado la intervención en Libia. Esta Europa profundiza la guerra civil en Siria y apoya su cálculo geopolítico, que tiene detrás a Irán y al control del suministro energético de un gran país emergente, China. El apoyo a Israel forma parte de esa serie, pero es particularmente ejemplar».[2]
No deja de ser paradójico también que en el momento en el que la violencia contra los trabajadores y trabajadoras del continente europeo es mayor y se degradan a ojos vistas las condiciones de vida de buena parte de la población en países como Grecia, España, Portugal o Italia, se reconozca a las instituciones comunitarias su contribución a la defensa de los derechos humanos y la democracia. Es posible que aún no tengamos clara la noción de lo que es un “crimen económico”, y cuales los mecanismos para investigarlos y perseguirlos, pero es urgente –como defienden Lourdes Benería y Carmen Sarasúa- que esta noción «se incorpore al discurso ciudadano y se entienda su importancia para construir la democracia económica y política. Como mínimo nos hará ver la necesidad de regular los mercados para que, como dice Polanyi, estén al servicio de la sociedad, y no viceversa».[3] No parece que las políticas comunitarias estén orientadas hacia esta necesidad. Al contrario, diseñadas bajo la obsesión de someter a los pueblos a la disciplina de los mercados, renuncian con ello a conciliar capitalismo con democracia. Cuando un porcentaje significativo de los miembros de una sociedad pierde la vivienda y el empleo, no sólo se está asistiendo a un drama personal y familiar incalculable, se está comprometiendo también el futuro del conjunto de la ciudadanía al desmontarse las redes de seguridad material que sostienen la libertad y, por ende, la democracia. Sin seguridad material no hay libertad política ni tampoco democracia, sólo amenazas y riesgos de regímenes e ideologías totalitarias.
La crisis en la zona del euro ha dejado firmemente claro hacia donde nos puede conducir la combinación de globalización, financiarización e integración europea al compás de la batuta neoliberal: a la renuncia de la democracia. En el capitalismo la democracia sólo tiene un carácter instrumental, no representa un valor en sí mismo. En el campo de la racionalidad instrumental, todas las cosas tienen un coste y el criterio con el que se evalúa no es otro que el de la eficiencia: si la democracia es concebida como un coste y existen otras herramientas más eficientes para favorecer la acumulación de capital, el corolario es que la democracia deja de ser relevante a los ojos del capitalismo.[4]
Una construcción elitista de Europa…
La integración europea no ha estado nunca animada por un espíritu democrático. Más bien al contrario. Las elites y lobbies presentes en las esferas comunitarias han marcado el ritmo y el carácter de la integración. Bajo la apariencia de una solución técnica, el proyecto europeo ha sido progresivamente despojado de su carácter político. No se han cultivado las condiciones que permiten, no sólo la democracia, sino la existencia de la política misma: un espacio público con agentes sociales, partidos y canales de representación, deliberación y decisión que permitan el florecimiento de una ciudadanía genuinamente europea. Las instituciones comunitarias tienen un sesgo tecnoligárquico y el Parlamento Europeo, único organismo elegido por sufragio universal, no tiene competencia para legislar sino sólo para reformular y vetar las iniciativas elaboradas por la Comisión y aprobadas por el Consejo Europeo. [5]
… impulsada por un espíritu neoliberal
Los tratados que han promovido los procesos hacia la unidad de mercado (Acta Única) y la moneda común (Tratado de Maastricht) inocularon el neoliberalismo en el proyecto europeo. De esta manera el carácter social que definía el modelo de desarrollo fordista de la Europa continental de la segunda postguerra empezó a diluirse al mismo ritmo con el que se avanzaba en la Unión Económica y Monetaria.
El neoliberalismo ha contribuido a un proceso de desorganización del Estado democrático que, aunque omnipresente en otras geografías, en Europa se ha visto acentuado como consecuencia de la particular integración económica llevada a cabo. Ésta ha propiciado que muchas prerrogativas soberanas fueran transferidas de los Estados nacionales a las instituciones comunitarias sin el debido control democrático. Que se hable mucho de gobernanza económica europea, pero nunca de gobierno democrático, es algo que se agradece porque se ajusta plenamente a la verdad. No hay gobierno ni democracia política en el ámbito comunitario sencillamente porque no hay un Estado europeo. La democracia presupone la existencia de un Estado, y la ausencia de éste imposibilita la presencia de aquella.
La servidumbre a los «mercados»
La independencia de los bancos centrales evita –según el dogma neoliberal- que los gobiernos recurran a ellos para financiar sus déficits. Esta restricción, unida a la cláusula de no salvamento (no bail-out), que prohíbe la asistencia entre países que han decidido compartir moneda, ha provocado que a los Estados nos les quede más alternativa para obtener fondos que acudir en solitario al sector financiero. Ambas prohibiciones, consagradas en el Tratado de Maastricht, se han justificado en la encomiable capacidad de los mercados para reconducir por el recto camino a los gobiernos proclives a dilapidar sin miramientos. Una vez que la crisis pone de manifiesto que los mercados financieros no son eficientes ni racionales, y que por consiguiente es una aberración confiarles la tutela de la política económica de los Estados, la verdad se empieza a imponer con crudeza: de lo que realmente se trataba era de disciplinar a los pueblos, poniendo así en crisis tanto la soberanía estatal como la democracia.[6]
Fallas estructurales
El diseño de unión monetaria emanado de Maastricht, así como los «criterios de convergencia nominal» (para entrar en el euro) y el «Pacto de Estabilidad» (para permanecer en él), han creado una nueva zona monetaria hegemonizada por Alemania. Al frente de la moneda, un BCE que no responde ante los ciudadanos ni ante los gobiernos y que se plantea como único objetivo la estabilidad de los precios.
Es posible que en la decisión de lanzar la moneda única haya pesado, más de lo que se piensa, el proceso de reunificación alemán. Después de todo, el euro se presentó como un «compromiso político que permitía a los franceses aceptar la reunificación, ya que reafirmaba la profunda inserción de Alemania dentro de Europa».[7] En cualquier caso, la reunificación alemana acentuó la heterogeneidad estructural de los países de la eurozona. Los costes de la reunificación fueron más indigestos de lo esperado y detuvieron el crecimiento de la economía germana. Para reactivar la economía, el capital alemán (con la connivencia del socialdemócrata Schroeder) aplicó una represión salarial brutal. Esta se llevó a cabo mediante la reestructuración del potente tejido productivo alemán. La externalización de muchos procesos y secuencias productivas a Europa Central y del Este, y la amenaza permanente de la deslocalización industrial, hicieron descender los costes laborales. Las industrias de exportación alemanas se hacían cada vez más competitivas enseñoreándose de los mercados.
Los países de la periferia europea, a su vez, gozaban en esa época de unas facilidades de acceso al crédito completamente desconocidas en las etapas anteriores a la constitución del euro. La munificencia crediticia servía para compensar la escasez de unos fondos estructurales y de cohesión con los que afrontar con seriedad el objetivo de la convergencia real entre los distintos países. “Abundancia privada, miseria pública” que también se da en el ámbito financiero y que ofrece a los bancos negocios rentables y a las industrias exportadoras del Norte la oportunidad de aprovechar las capacidades adquisitivas de países como Portugal, España, Italia o Grecia. Mientras la periferia celebraba febril la afluencia de capital barato, inflando unas burbujas tras las que se escondían desequilibrios macroeconómicos evidentes y diferencias estructurales profundas, las bases sociales, políticas y ecológicas de sus economías locales se desmoronaban por momentos. Europa era conducida a la fractura social.
Es posible que la crisis en Europa tenga que ver también con la crisis de la idea de Europa. En realidad, el viejo continente se encuentra atrapado entre dos crisis: una interna, relacionada con las fallas estructurales y la supervivencia del euro, y otra externa, que tiene que ver con su pérdida de influencia como resultado de la globalización y la emergencia de un mundo post-europeo. Lo peor que le puede ocurrir a Europa en medio de ellas es olvidar el sueño de paz que motivó el proyecto de integración europeo y abandonar los valores ilustrados que hicieron posible la emergencia de la razón democrática en el mundo moderno.
Santiago Álvarez Cantalapiedra

[1] W. Streeck, «Mercados y pueblos», New Left Review nº 73, marzo/abril 2012, p. 56.
[2] R. Poch, «Nauseabunda política exterior europea», Lavanguardia.com, 28 de noviembre de 2012
[3] L. Benería y C. Sarasúa, «Crímenes económicos contra la humanidad», EL PAÍS, 29 de marzo de 2011
[4] Llegados a este punto cabría preguntarse si el llamado “capitalismo democrático” no será, en realidad, un oxímoron. A este respecto, véase: S. Álvarez Cantalapiedra, «Capitalismo democrático: ¿un oxímoron?», Dossieres EsF nº 6, septiembre de 2012, pp. 12-15.
Se puede consultar en: http://www.ecosfron.org/publicaciones
[5] Aspecto que ha señalado con claridad Perry Anderson en su último libro, El nuevo Viejo Mundo (Akal, 2012). José A. Estévez Araujo realiza un magnífico comentario a esta obra y al debate surgido tras su publicación en un artículo que, con el título «La Unión Europea en perspectiva», aparece en la revista Mientras Tanto nº 118, pp. 17-37.
[6] La puesta en marcha del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) no altera la situación, más bien la profundiza. Aunque se presenta como una herramienta de cooperación financiera intergubernamental, su diseño y funcionamiento se encuentran lastrados por su falta de transparencia y responsabilidad, inscribiéndose en «el marco general de la ausencia de democracia en el seno de la UE» (véase José A. Estévez Araujo, op. cit. p. 34)
[7] M. Aglietta, «El vórtice europeo», New Left Review nº 75, Julio/ agosto 2012, p. 18.

























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