Histórico discurso del Papa en Bolivia
Refundación de la Doctrina Social de la Iglesia
Histórico discurso del Papa en Bolivia
Refundación de la Doctrina Social de la Iglesia
Redacción, 10 de
julio de 2015 a las 12:44
Hermanos, hermanas. Buenas tardes a todos.
Hace algunos meses nos reunimos en Roma y tengo presente ese primer
encuentro nuestro. Durante este tiempo los he llevado en mi corazón y en mis
oraciones. Me alegra verlos de nuevo aquí, debatiendo los mejores caminos para
superar las graves situaciones de injusticia que sufren los excluidos en todo
el mundo. Gracias Señor Presidente Evo Morales por acompañar tan decididamente
este Encuentro.
Aquella vez en Roma sentí algo muy lindo: fraternidad, garra, entrega,
sed de justicia. Hoy, en Santa Cruz de la Sierra, vuelvo a sentir lo mismo.
Gracias por eso. También he sabido por medio del Pontificio Consejo Justicia y
Paz que preside el Cardenal Turkson, que son muchos en la Iglesia los que se
sienten más cercanos a los movimientos populares. ¡Me alegra tanto! Ver la
Iglesia con las puertas abiertas a todos Ustedes, que se involucre, acompañe y
logre sistematizar en cada diócesis, en cada Comisión de Justicia y Paz, una
colaboración real, permanente y comprometida con los movimientos populares. Los
invito a todos, Obispos, sacerdotes y laicos, junto a las organizaciones
sociales de las periferias urbanas y rurales, a profundizar ese encuentro.
Dios permite que hoy nos veamos otra vez. La Biblia nos recuerda que
Dios escucha el clamor de su pueblo y quisiera yo también volver a unir mi voz
a la de Ustedes: “Las famosas
tres T”: tierra, techo
y trabajo para todos nuestros hermanos y hermanas. Lo dije y lo repito: son
derechos sagrados. Vale la pena, vale la pena luchar por ellos. Que el clamor
de los excluidos se escuche en América Latina y en toda la tierra.
Primero de todo.
1. Empecemos reconociendo que necesitamos un cambio. Quiero aclarar,
para que no haya malos entendidos, que hablo de los problemas comunes de todos
los latinoamericanos y, en general también de toda la humanidad. Problemas que
tienen una matriz global y que hoy ningún Estado puede resolver por sí mismo.
Hecha esta aclaración, propongo que nos hagamos estas preguntas:
- ¿Reconocemos que las cosas no andan bien en un mundo donde hay tantos
campesinos sin tierra, tantas familias sin techo, tantos trabajadores sin
derechos, tantas personas heridas en su dignidad?
- ¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando estallan tantas
guerras sin sentido y la violencia fratricida se adueña hasta de nuestros
barrios? ¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando el suelo, el agua, el
aire y todos los seres de la creación están bajo permanente amenaza?
Entonces, digámoslo sin miedo: necesitamos y queremos un cambio.
Ustedes –en sus cartas y
en nuestros encuentros– me han
relatado las múltiples exclusiones e injusticias que sufren en cada actividad
laboral, en cada barrio, en cada territorio. Son tantas y tan diversas como
tantas y diversas sus formas de enfrentarlas. Hay, sin embargo, un hilo
invisible que une cada una de esas exclusiones, ¿podemos reconocerlo? Porque no
se trata de cuestiones aisladas. Me pregunto si somos capaces de reconocer que estas realidades destructoras responden a
un sistema que se ha hecho global. ¿Reconocemos que este sistema ha
impuesto la lógica de las ganancias a cualquier costo sin pensar en la
exclusión social o la destrucción de la naturaleza?
Si esto es así, insisto, digámoslo sin miedo: queremos un cambio, un
cambio real, un cambio de estructuras.
Este sistema ya no se aguanta, no lo aguantan los campesinos, no lo
aguantan los trabajadores, no lo aguantan las comunidades, no lo aguantan los
Pueblos… Y tampoco lo
aguanta la Tierra, la hermana Madre Tierra como decía San Francisco.
Queremos un cambio en nuestras vidas, en nuestros barrios, en el pago
chico, en nuestra realidad más cercana; también un cambio que toque al mundo
entero porque hoy la interdependencia planetaria requiere respuestas globales a los problemas locales. La globalización de la
esperanza, que nace de los Pueblos y crece entre los pobres, debe sustituir
esta globalización de la exclusión y la indiferencia.
Quisiera hoy reflexionar con Ustedes sobre el cambio que queremos y
necesitamos. Saben que escribí recientemente sobre los problemas del cambio
climático. Pero, esta vez, quiero hablar de un cambio en el otro sentido. Un
cambio positivo, un cambio que nos haga bien, un cambio –podríamos decir– redentor.
Porque lo necesitamos.
Sé que Ustedes buscan un cambio y no sólo ustedes: en los distintos
encuentros, en los distintos viajes he comprobado que existe una espera, una
fuerte búsqueda, un anhelo de cambio en todos los Pueblos del mundo. Incluso
dentro de esa minoría cada vez más reducida que cree beneficiarse con este
sistema reina la insatisfacción y especialmente la tristeza. Muchos esperan un
cambio que los libere de esa tristeza individualista que esclaviza.
El tiempo, hermanos, hermanas, el tiempo parece que se estuviera
agotando; no alcanzó el pelearnos entre nosotros, sino que hasta nos ensañamos
con nuestra casa. Hoy la comunidad científica acepta lo que hace, ya desde hace
mucho tiempo denuncian los humildes: se están produciendo daños tal vez
irreversibles en el ecosistema.
Se está castigando a la tierra, a los pueblos y las personas de un modo
casi salvaje. Y detrás de tanto dolor, tanta muerte y destrucción, se huele el
tufo de eso que Basilio de Cesarea llamaba «el estiércol del diablo». La
ambición desenfrenada de dinero que gobierna. Ese es el estiércol del diablo.
El servicio para el bien común queda relegado. Cuando el capital se convierte
en ídolo y dirige las opciones de los seres humanos, cuando la avidez por el
dinero tutela todo el sistema socioeconómico, arruina la sociedad, condena al
hombre, lo convierte en esclavo, destruye la fraternidad interhumana, enfrenta
pueblo contra pueblo y, como vemos, incluso pone en riesgo esta nuestra casa
común.
No quiero extenderme describiendo los efectos malignos de esta sutil
dictadura: ustedes los conocen. Tampoco basta con señalar las causas
estructurales del drama social y ambiental contemporáneo. Sufrimos cierto
exceso de diagnóstico que a veces nos lleva a un pesimismo charlatán o a
regodearnos en lo negativo. Al ver la crónica negra de cada día, creemos que no
hay nada que se puede hacer salvo cuidarse a uno mismo y al pequeño círculo de
la familia y los afectos.
¿Qué puedo hacer yo, cartonero, catadora, pepenador, recicladora frente
a tantos problemas si apenas gano para comer? ¿Qué puedo hacer yo artesano,
vendedor ambulante, transportista, trabajador excluido si ni siquiera tengo
derechos laborales? ¿Qué puedo hacer yo, campesina, indígena, pescador que
apenas puedo resistir el avasallamiento de las grandes corporaciones? ¿Qué
puedo hacer yo desde mi villa, mi chabola, mi población, mi rancherío cuando
soy diariamente discriminado y marginado? ¿Qué puede hacer ese estudiante, ese
joven, ese militante, ese misionero que patea las barriadas y los parajes con
el corazón lleno de sueños pero casi sin ninguna solución para sus problemas?
Pueden hacer mucho. Pueden hacer mucho. Ustedes, los más humildes, los
explotados, los pobres y excluidos, pueden y hacen mucho. Me atrevo a decirles que el futuro de la humanidad está, en gran
medida, en sus manos, en su capacidad de organizarse y promover alternativas
creativas, en la búsqueda cotidiana de «las tres T» ¿De acuerdo? (trabajo,
techo, tierra) y también, en su participación protagónica en los grandes
procesos de cambio, Cambios nacionales, cambios regionales y cambios mundiales.
¡No se achiquen!
2. Ustedes son sembradores de cambio. Aquí en Bolivia he escuchado una
frase que me gusta mucho: «proceso de cambio». El cambio concebido no como algo
que un día llegará porque se impuso tal o cual opción política o porque se
instauró tal o cual estructura social. Dolorosamente sabemos que un cambio de
estructuras que no viene acompañado de una sincera conversión de las actitudes
y del corazón termina a la larga o a la corta por burocratizarse, corromperse y
sucumbir.
Por eso me gusta tanto la imagen del proceso, los procesos, donde la
pasión por sembrar, por regar serenamente lo que otros verán florecer, remplaza
la ansiedad por ocupar todos los espacios de poder disponibles y ver resultados
inmediatos. La opción es por generar proceso y no por ocupar espacios. Cada uno
de nosotros no es más que parte de un todo complejo y diverso interactuando en
el tiempo: pueblos que luchan por una significación, por un destino, por vivir
con dignidad, por «vivir bien». Dignamente, en ese sentido.
Ustedes, desde los movimientos populares, asumen las labores de siempre
motivados por el amor fraterno que se revela contra la injusticia social.
Cuando miramos el rostro de los que sufren, el rostro del campesino amenazado,
del trabajador excluido, del indígena oprimido, de la familia sin techo, del
migrante perseguido, del joven desocupado, del niño explotado, de la madre que
perdió a su hijo en un tiroteo porque el barrio fue copado por el narcotráfico,
del padre que perdió a su hija porque fue sometida a la esclavitud; cuando
recordamos esos «rostros y esos nombres» se nos estremecen las entrañas frente
a tanto dolor y nos conmovemos… Todos nos conmovemos, porque «hemos visto y oído»,
no la fría estadística sino las heridas de la humanidad doliente, nuestras
heridas, nuestra carne. Eso es muy distinto a la teorización abstracta o la indignación elegante. Eso nos conmueve, nos
mueve y buscamos al otro para movernos juntos. Esa emoción hecha acción
comunitaria no se comprende únicamente con la razón: tiene un plus de sentido
que sólo los pueblos entienden y que da su mística particular a los verdaderos
movimientos populares.
Ustedes viven cada día, empapados, en el nudo de la tormenta humana. Me
han hablado de sus causas, me han hecho parte de sus luchas ya desde Buenos
Aires y yo se los agradezco. Ustedes, queridos hermanos, trabajan muchas veces
en lo pequeño, en lo cercano, en la realidad injusta que se les impuso y a la
que no se resignan, oponiendo una resistencia activa al sistema idolátrico que
excluye, degrada y mata.
Los he visto trabajar incansablemente por la tierra y la agricultura
campesina, por sus territorios y comunidades, por la dignificación de la
economía popular, por la integración urbana de sus villas, por la
autoconstrucción de viviendas y el desarrollo de infraestructura barrial, y en
tantas actividades comunitarias que tienden a la reafirmación de algo tan
elemental e innegablemente necesario como el derecho a «las tres T»: tierra,
techo y trabajo.
Ese arraigo al barrio, a la tierra, al oficio, al gremio, ese
reconocerse en el rostro del otro, esa proximidad del día a día, con sus
miserias porque las hay, las tenemos y sus heroísmos cotidianos, es lo que
permite ejercer el mandato del amor, no a partir de ideas o conceptos sino a
partir del encuentro genuino entre personas, necesitamos instaurar esta cultura
del encuentro porque ni los conceptos ni las ideas se aman; se aman las
personas.
La entrega, la verdadera entrega surge del amor a hombres y mujeres,
niños y ancianos, pueblos y comunidades… rostros y nombres que llenan el
corazón. De esas semillas de esperanza sembradas pacientemente en las
periferias olvidadas del planeta, de esos brotes de ternura que lucha por
subsistir en la oscuridad de la exclusión, crecerán árboles grandes, surgirán
bosques tupidos de esperanza para oxigenar este mundo.
Veo con alegría que ustedes trabajan en lo cercano, cuidando los
brotes; pero, a la vez, con una perspectiva más amplia, protegiendo la
arboleda. Trabajan en una perspectiva que no sólo aborda la realidad sectorial
que cada uno de ustedes representa y a la que felizmente está arraigado, sino
que también buscan resolver de raíz los problemas generales de pobreza,
desigualdad y exclusión.
Los felicito por eso. Es imprescindible que, junto a la reivindicación
de sus legítimos derechos, los Pueblos y sus organizaciones sociales construyan
una alternativa humana a la globalización excluyente. Ustedes son sembradores del cambio. Que Dios les dé coraje, alegría,
perseverancia y pasión para seguir sembrando. Tengan la certeza que tarde o
temprano vamos de ver los frutos.
A los dirigentes les pido: sean creativos y nunca pierdan el arraigo a
lo cercano, porque el padre de la mentira sabe usurpar palabras nobles,
promover modas intelectuales y adoptar poses ideológicas, pero si ustedes
construyen sobre bases sólidas, sobre las necesidades reales y la experiencia
viva de sus hermanos, de los campesinos e indígenas, de los trabajadores
excluidos y las familias marginadas, seguramente no se van a equivocar.
La Iglesia no puede ni debe ser ajena a este proceso en el anuncio del
Evangelio. Muchos sacerdotes y agentes pastorales cumplen una enorme tarea
acompañando y promoviendo a los excluidos en todo el mundo, junto a
cooperativas, impulsando emprendimientos, construyendo viviendas, trabajando
abnegadamente en los campos de la salud, el deporte y la educación. Estoy
convencido que la colaboración respetuosa con los movimientos populares puede
potenciar estos esfuerzos y fortalecer los procesos de cambio.
Y tengamos siempre presente en el corazón a la Virgen María, una
humilde muchacha de un pequeño pueblo perdido en la periferia de un gran
imperio, una madre sin techo que supo transformar una cueva de animales en la
casa de Jesús con unos pañales y una montaña de ternura. María es signo de
esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la
justicia. Yo rezo a la virgen tan venerada por el pueblo boliviano para que
permita que este Encuentro nuestro sea fermento de cambio. El cura habla largo
parece ¿no? Nooo (responden todos).
3. Por último quisiera que pensemos juntos algunas tareas importantes
para este momento histórico, porque queremos un cambio positivo para el bien de
todos nuestros hermanos y hermanas, eso lo sabemos. Queremos un cambio que se
enriquezca con el trabajo mancomunado de los gobiernos, los movimientos
populares y otras fuerzas sociales, eso también lo sabemos. Pero no es tan
fácil definir el contenido del cambio, podría decirse, el programa social que
refleje este proyecto de fraternidad y justicia que esperamos, no es fácil de
definir.
En ese sentido, no esperen de este Papa una receta. Ni el Papa ni la
Iglesia tienen el monopolio de la interpretación de la realidad social ni la
propuesta de soluciones a los problemas contemporáneos. Me atrevería a decir
que no existe una receta. La historia la
construyen las generaciones que se suceden en el marco de pueblos que marchan
buscando su propio camino y respetando los valores que Dios puso en el
corazón.
Quisiera, sin embargo, proponer tres grandes tareas que requieren el
decisivo aporte del conjunto de los movimientos populares:
3.1. La primera tarea es poner la economía al servicio de los Pueblos:
Los seres humanos y la naturaleza no deben estar al servicio del dinero.
Digamos NO a una economía de exclusión e inequidad donde el dinero reina en
lugar de servir. Esa economía mata. Esa economía excluye. Esa economía destruye
la Madre Tierra.
La economía no debería ser un mecanismo de acumulación sino la adecuada
administración de la casa común. Eso implica cuidar celosamente la casa y
distribuir adecuadamente los bienes entre todos. Su objeto no es únicamente
asegurar la comida o un “decoroso
sustento”. Ni siquiera,
aunque ya sería un gran paso, garantizar el acceso a «las tres T» por las que
ustedes luchan. Una economía verdaderamente comunitaria, podría decir, una
economía de inspiración cristiana, debe garantizar a los pueblos dignidad
«prosperidad sin exceptuar bien alguno» (1) Esta última frase la dijo el Papa
Juan XXIII hace 50 años. Jesús dice en el evangelio que aquel que le dé
espontáneamente un vaso de agua cuando tiene sed será acogido en el reino de
los cielos. Esto implica «las tres T» pero también acceso a la educación, la
salud, la innovación, las manifestaciones artísticas y culturales, la
comunicación, el deporte y la recreación.
Una economía justa debe crear las condiciones para que cada persona
pueda gozar de una infancia sin carencias, desarrollar sus talentos durante la
juventud, trabajar con plenos derechos durante los años de actividad y acceder
a una digna jubilación en la ancianidad. Es una economía donde el ser humano en
armonía con la naturaleza, estructura todo el sistema de producción y
distribución para que las capacidades y las necesidades de cada uno encuentren
un cauce adecuado en el ser social. Ustedes, y también otros pueblos, resumen
este anhelo de una manera simple y bella: «vivir bien». Que no es lo mismo que
ver pasar la vida.
Esta economía no es sólo deseable y necesaria sino también posible. No
es una utopía ni una fantasía. Es una perspectiva extremadamente realista.
Podemos lograrlo. Los recursos disponibles en el mundo, fruto del trabajo
intergeneracional de los pueblos y los dones de la creación, son más que
suficientes para el desarrollo integral de «todos los hombres y de todo el
hombre». (2)
El problema, en cambio, es otro. Existe un sistema con otros objetivos.
Un sistema que además de acelerar irresponsablemente los ritmos de la
producción, además de implementar métodos en la industria y la agricultura que
dañan la Madre Tierra en aras de la «productividad», sigue negándoles a miles
de millones de hermanos los más elementales derechos económicos, sociales y
culturales. Ese sistema atenta contra el proyecto de Jesús. Contra la Buena
Noticia que trajo Jesús.
La distribución justa de los frutos de la tierra y el trabajo humano no
es mera filantropía. Es un deber moral. Para
los cristianos, la carga es aún más fuerte: es un mandamiento. Se trata de
devolverles a los pobres y a los pueblos lo que les pertenece.
El destino
universal de los bienes no es un adorno discursivo de la doctrina social de la
Iglesia. Es una realidad anterior a la propiedad
privada. La propiedad,
muy en especial cuando afecta los recursos naturales, debe estar siempre en
función de las necesidades de los pueblos. Y estas necesidades no se limitan al
consumo. No basta con dejar caer algunas gotas cuando lo pobres agitan esa copa
que nunca derrama por sí sola. Los planes asistenciales que atienden ciertas
urgencias sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras, coyunturales. Nunca
podrán sustituir la verdadera inclusión: ésa que da el trabajo digno, libre,
creativo, participativo y solidario.
Y en este camino, los movimientos populares tienen un rol esencial, no
sólo exigiendo y reclamando, sino fundamentalmente creando. Ustedes son poetas sociales: creadores de trabajo, constructores de
viviendas, productores de alimentos, sobre todo para los descartados por el
mercado mundial.
He conocido de cerca distintas experiencias donde los trabajadores
unidos en cooperativas y otras formas de organización comunitaria lograron
crear trabajo donde sólo había sobras de la economía idolátrica y vi que
algunos están aquí. Las empresas recuperadas, las ferias francas y las
cooperativas de cartoneros son ejemplos de esa economía popular que surge de la
exclusión y, de a poquito, con esfuerzo y paciencia, adopta formas solidarias
que la dignifican. ¡Y qué distinto es eso a que los descartados por el mercado
formal sean explotados como esclavos!
Los gobiernos que asumen como propia la tarea de poner la economía al
servicio de los pueblos deben promover el fortalecimiento, mejoramiento,
coordinación y expansión de estas formas de economía popular y producción
comunitaria.
Esto implica mejorar los procesos de trabajo, proveer infraestructura
adecuada y garantizar plenos derechos a los trabajadores de este sector
alternativo. Cuando Estado y organizaciones sociales asumen juntos la misión de
«las tres T» se activan los principios de solidaridad y subsidiariedad que
permiten edificar el bien común en una democracia plena y participativa.
3.2. La segunda tarea, eran 3, es unir nuestros Pueblos en el camino de
la paz y la justicia.
Los pueblos del mundo quieren ser artífices de su propio destino.
Quieren transitar en paz su marcha hacia la justicia. No quieren tutelajes ni
injerencias donde el más fuerte subordina al más débil. Quieren que su cultura,
su idioma, sus procesos sociales y tradiciones religiosas sean respetados.
Ningún poder fáctico o constituido tiene derecho a privar a los países
pobres del pleno ejercicio de su soberanía y, cuando lo hacen, vemos nuevas
formas de colonialismo que afectan seriamente las posibilidades de paz y de
justicia porque «la paz se funda no sólo en el respeto de los derechos del
hombre, sino también en los derechos de los pueblos particularmente el derecho
a la independencia» (3)
Los pueblos de
Latinoamérica parieron dolorosamente su independencia política y, desde
entonces llevan casi dos siglos de una historia dramática y llena de
contradicciones intentando conquistar una independencia plena.
En estos últimos años, después de tantos desencuentros, muchos países
latinoamericanos han visto crecer la fraternidad entre sus pueblos. Los
gobiernos de la Región aunaron esfuerzos para hacer respetar su soberanía, la
de cada país y la del conjunto regional, que tan bellamente, como nuestros
Padres de antaño, llaman la «Patria Grande». Les pido a ustedes, hermanos y
hermanas de los movimientos populares, que cuiden y acrecienten esa unidad.
Mantener la unidad frente a todo intento de división es necesario para que la
región crezca en paz y justicia.
A pesar de estos avances, todavía subsisten factores que atentan contra
este desarrollo humano equitativo y coartan la soberanía de los países de la
«Patria Grande» y otras latitudes del planeta. El nuevo colonialismo adopta
diversa fachadas. A veces, es el poder anónimo del ídolo dinero: corporaciones,
prestamistas, algunos tratados denominados «de libres comercio» y la imposición
de medidas de «austeridad» que siempre ajustan el cinturón de los trabajadores
y de los pobres.
Los obispos latinoamericanos lo denunciamos con total claridad en el
documento de Aparecida cuando afirman que «las instituciones financieras y las
empresas transnacionales se fortalecen al punto de subordinar las economías
locales, sobre todo, debilitando a los Estados, que aparecen cada vez más
impotentes para llevar adelante proyectos de desarrollo al servicio de sus
poblaciones». Hasta aquí la cita. (4) En otras ocasiones, bajo el noble ropaje
de la lucha contra la corrupción, el narcotráfico o el terrorismo –graves males de
nuestros tiempos que requieren una acción internacional coordinada– vemos que se
impone a los Estados medidas que poco tienen que ver con la resolución de esas
problemáticas y muchas veces empeora las cosas.
Del mismo modo, la concentración monopólica de los medios de
comunicación social que pretende imponer pautas alienantes de consumo y cierta
uniformidad cultural es otra de las formas que adopta el nuevo colonialismo. Es
el colonialismo ideológico. Como dicen los Obispos de África, muchas veces se
pretende convertir a los países pobres en «piezas de un mecanismo y de un
engranaje gigantesco». (5)
Hay que reconocer que ninguno de los graves problemas de la humanidad
se puede resolver sin interacción entre los Estados y los pueblos a nivel
internacional. Todo acto de envergadura realizado en una parte del planeta
repercute en todo en términos económicos, ecológicos, sociales y culturales.
Hasta el crimen y la violencia se han globalizado. Por ello ningún gobierno
puede actuar al margen de una responsabilidad común.
Si realmente queremos un cambio positivo, tenemos que asumir
humildemente nuestra interdependencia, es decir, nuestra sana interdependencia.
Pero interacción no es sinónimo de imposición, no es subordinación de unos en
función de los intereses de otros. El colonialismo, nuevo y viejo, que reduce a
los países pobres a meros proveedores de materia prima y trabajo barato,
engendra violencia, miseria, migraciones forzadas y todos los males que vienen
de la mano… precisamente
porque al poner la periferia en función del centro les niega el derecho a un
desarrollo integral. Y eso hermanos es inequidad y la inequidad genera
violencia que no habrá recursos policiales, militares o de inteligencia capaces
de detener.
Digamos NO entonces a las viejas y nuevas formas de colonialismo.
Digamos SÍ al encuentro entre pueblos y culturas. Felices los que trabajan por
la paz.
Y aquí quiero detenerme en un tema importante. Porque alguno podrá
decir, con derecho, que «cuando el Papa habla del colonialismo se olvida de
ciertas acciones de la Iglesia». Les digo, con pesar: se han cometido muchos y
graves pecados contra los pueblos originarios de América en nombre de Dios. Lo
han reconocido mis antecesores, lo ha dicho el CELAM El Consejo Episcopal
Latinoamericano y también quiero decirlo. Al igual que San Juan Pablo II pido
que la Iglesia y cito lo que dijo Él «se postre ante Dios e implore perdón por
los pecados pasados y presentes de sus hijos» (6). Y quiero decirles, quiero
ser muy claro, como lo fue San Juan Pablo II: pido humildemente perdón, no sólo
por las ofensas de la propia Iglesia sino por los crímenes contra los pueblos
originarios durante la llamada conquista de América.
Y junto a este pedido de perdón y para ser justos también quiero que
recordemos a millares de sacerdotes, obispos que se opusieron fuertemente a la
lógica de la espada con la fuerza de la cruz. Hubo pecado y abundante, pero no
pedimos perdón y por eso pido perdón, pero allí también donde hubo abundante
pecado, sobreabundó la gracia a través de esos hombres de esos pueblos
originarios. También les pido a todos, creyentes y no creyentes, que se
acuerden de tantos Obispos, sacerdotes y laicos que predicaron y predican la
buena noticia de Jesús con coraje y mansedumbre, respeto y en paz; No me quiero
olvidar de las monjitas que anónimamente van a los barrios pobres llevando un
mensaje de paz y dignidad, que en su paso por esta vida dejaron conmovedoras
obras de promoción humana y de amor, muchas veces junto a los pueblos indígenas
o acompañando a los propios movimientos populares incluso hasta el martirio.
La Iglesia, sus hijos e hijas, son una parte de la identidad de los
pueblos en Latinoamérica. Identidad que tanto aquí como en otros países algunos
poderes se empeñan en borrar, tal vez porque nuestra fe es revolucionaria,
porque nuestra fe desafía la tiranía del ídolo dinero. Hoy vemos con espanto
cómo en Medio Oriente y otros lugares del mundo se persigue, se tortura, se
asesina a muchos hermanos nuestros por su fe en Jesús. Eso también debemos
denunciarlo: dentro de esta tercera guerra mundial en cuotas que estamos
viviendo, hay una especie de -fuerzo la palabra- genocidio en marcha que debe
cesar.
A los hermanos y hermanas del movimiento indígena latinoamericano,
déjenme transmitirle mi más hondo cariño y felicitarlos por buscar la
conjunción de sus pueblos y culturas, eso que yo llamo poliedro, una forma de
convivencia donde las partes conservan su identidad construyendo juntas la
pluralidad que no atenta, sino que fortalece la unidad. Su búsqueda de esa
interculturalidad que combina la reafirmación de los derechos de los pueblos
originarios con el respeto a la integridad territorial de los Estados nos
enriquece y nos fortalece a todos.
3. 3. Y la tercera tarea, tal vez la más importante que debemos asumir
hoy, es defender la Madre Tierra.
La casa común de todos nosotros está siendo saqueada, devastada, vejada
impunemente. La cobardía en su defensa es un pecado grave. Vemos con decepción
creciente como se suceden una tras otra cumbres internacionales sin ningún resultado
importante. Existe un claro, definitivo e impostergable imperativo ético de
actuar que no se está cumpliendo. No se puede permitir que ciertos intereses –que son
globales pero no universales– se impongan, sometan a los Estados y organismos
internacionales, y continúen destruyendo la creación.
Los Pueblos y sus movimientos están llamados a clamar, a movilizarse, a
exigir –pacífica pero
tenazmente– la adopción
urgente de medidas apropiadas. Yo les pido, en nombre de Dios, que defiendan a
la Madre Tierra. Sobre éste tema me he expresado debidamente en la Carta
Encíclica Laudato si’ que creo que
les será dada al finalizar. Tengo dos páginas y media en esta cita, pero (como
resumen basta (verificar y falta)
4. Para finalizar, quisiera decirles nuevamente: el futuro de la
humanidad no está únicamente en manos de los grandes dirigentes, las grandes
potencias y las élites. Está fundamentalmente en manos de los Pueblos; en su
capacidad de organizar y también en sus manos que riegan con humildad y
convicción este proceso de cambio. Los acompaño. Y cada uno Digamos juntos
desde el corazón: ninguna familia sin
vivienda, ningún campesino sin tierra, ningún trabajador sin derechos, ningún
pueblo sin soberanía, ninguna persona sin dignidad, ningún niño sin infancia,
ningún joven sin posibilidades, ningún anciano sin una venerable vejez.
Sigan con su lucha y, por favor, cuiden mucho a la Madre Tierra. Rezo
por ustedes, rezo con ustedes y quiero pedirle a nuestro Padre Dios que los
acompañe y los bendiga, que los colme de su amor y los defienda en el camino
dándoles abundantemente esa fuerza que nos mantiene en pie: esa fuerza es la
esperanza, y una cosa importante la esperanza que no defrauda, gracias.
Y, por favor, les pido que recen por mí. Y si alguno de ustedes no puede
rezar, con todo respeto, les pido que me piense bien y me mande buena onda.
________________________
(1) Juan XXIII, Carta enc. Mater et Magistra (15 mayo 1961), 3: AAS 53
(1961), 402.
(2) Pablo VI, Carta enc. Popolorum progressio, n. 14.
(3) Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina
Social de la Iglesia, 157.
(4) V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (2007),
Documento Conclusivo, Aparecida, 66
(5) Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14
septiembre 1995), 52: AAS 88 (1996), 32-33; Id., Cart enc. Sollicitudo rei
socialis (30 diciembre 1987), 22: AAS 80 (1988), 539.
(6) Juan Pablo II, Bula Incarnationis mysterium, 11.
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