Ernest García · · · · ·
Combatir la pobreza en el mundo sin destruir el planeta. Desarrollo sostenible. Ecología y justicia. El Informe Brundtland, treinta años después y con acentos algo más vehementes. No hay duda: una tesis sobre medio ambiente salida de la pluma más autorizada de la Iglesia Católica es un acontecimiento
Combatir la pobreza en el mundo sin destruir el planeta. Desarrollo sostenible. Ecología y justicia. El Informe Brundtland, treinta años después y con acentos algo más vehementes. No hay duda: una tesis sobre medio ambiente salida de la pluma más autorizada de la Iglesia Católica es un acontecimiento. El texto, además, se añade sin ambages a la larga lista de voces de alarma que, desde hace décadas, advierten de que el impacto humano sobre el planeta es excesivo, lo que lo convierte en un acontecimiento notable. No dejará indiferente a nadie que se preocupe por la cuestión.
Intuyo que las repercusiones dentro del mundo católico van a ser importantes. Cañizares, actual arzobispo de Valencia, instructivo como casi siempre, se ha apresurado a afirmar que la proclama de su líder no justifica el ecologismo, sino que lo supera; y no se ha privado de añadir que el coche es tan ecológico como la bicicleta. ¡Laudato Si´ va a agitar las aguas de más de un pantano!
Ése, sin embargo, no es mi asunto. Bergoglio plantea -uno de los aspectos altamente positivos de su encíclica- un diálogo con el mundo científico, con los movimientos ecologistas, con los gobiernos y los poderes políticos, con los creyentes de otras religiones, con las filosofías humanistas€ Y tras la lectura me ha quedado la impresión de que lo plantea como un diálogo auténtico y sincero, es decir, en plano de igualdad, fundado en el mutuo reconocimiento. Me parece una oferta que no debería desdeñarse. Manos a la obra, pues.
Hay muchos rasgos destacables en la encíclica papal. Por ejemplo, su buen asesoramiento científico y su acercamiento a las variantes más comprometidas socialmente del pensamiento ecologista. Estoy de acuerdo con muchas de las ideas que expone. Comentaré, sin embargo, un punto de desacuerdo: la población. No es un asunto menor o insignificante. El debate entre catolicismo y ecologismo no ha comenzado ayer, y éste ha sido desde hace tiempo el principal punto de fricción.
La gente preocupada por la crisis ecológica nunca ha reprochado especialmente a la Iglesia de Roma su compromiso con el capital, con el mercado o con el consumismo. Todo esto no tiene su origen en el catolicismo y los portavoces de éste siempre han expresado reservas al respecto. Sí ha sido motivo de confrontación, en cambio, su férrea oposición a muchas formas de control reproductivo, entre ellas bastantes de las que la mayoría de la gente considera perfectamente responsables. Y en esto la encíclica papal ha resultado enteramente previsible.
No era de esperar una revisión fundamental de la doctrina de la iglesia católica sobre el crecimiento demográfico. Pero sí cabía esperar, al menos, que en un documento sobre ecología hubiese algunos matices que enriquecieran el debate, ya que ha sido hasta hoy el punto más polémico. Y nada de nada. La encíclica liquida el problema con un juicio de intenciones y una falacia lógica.
El juicio de intenciones es la afirmación de que quien propone reducir la natalidad pretende legitimar el modelo distributivo actual, perpetuando así la desigualdad y la injusticia. Se trata de una generalización arbitraria, que tiene numerosos contraejemplos. Por proximidad geográfica y cultural, mencionaré tan sólo a los anarquistas neomalthusianos de Cataluña y el País Valenciano de las primeras décadas del siglo XX, que fueron partidarios de la igualdad social y también precursores de la planificación familiar, el uso de anticonceptivos y la paternidad responsable (y, procede recordarlo aquí, fueron perseguidos por ello por los obispos de la época). Por decirlo con toda franqueza: no encuentro nada dialogante un argumento que, de tomarlo en serio, implicaría que Ferrer i Guàrdia fue un defensor de la explotación capitalista. ¿De verdad que no hay nada que matizar ahí?
La falacia lógica está contenida en la siguiente frase: "Culpar al aumento de la población y no al consumismo extremo y selectivo de algunos es un modo de no enfrentar los problemas" [50]. La respuesta correcta es que el dilema es falso y que ambas cosas han de tenerse en cuenta, no sólo una de ellas (esto, por cierto, es algo que los ecologistas han dicho con razón siempre). El crecimiento demográfico es la parte más primaria y elemental del crecimiento económico, así que si éste es problemático aquél también lo es. Siendo iguales el consumo y la tecnología, a más población, más impacto.
Ya sé que el problema es tremendo en un mundo que va camino de los 9.000 millones de habitantes. Por todas partes se está entrando en situaciones que remiten a la ética del bote salvavidas. Se hacen visibles cada día en el estrecho de Gibraltar y en muchos otros puntos del planeta. Y además eso, trágico como es, es sólo la punta del iceberg. La negativa a aceptar que el crecimiento demográfico es una parte del problema no sólo quiebra el razonamiento lógico. Al final, cuestiona también la dignidad y la vida porque conduce a estados de cosas radicalmente intratables. La formulación rutinaria e inconsistente de este tema resta fuerza a un discurso que resulta en general honesto y convencido.
En términos de sociología ecológica, la argumentación de Bergoglio es más cercana al ecosocialismo que a otras propuestas, como la modernización ecológica o la ecología humana. En particular, es perceptible la influencia de algunas versiones latinoamericanas de ese punto de vista, con ecos del discurso comunitarista, del buen vivir, de la Carta de la Tierra€ No es sorprendente que los neoliberales norteamericanos hayan comenzado inmediatamente a minimizar la encíclica papal poniéndole la etiqueta de marxista. En realidad, no creo que se trate de marxismo, sino más bien de la elección de un interlocutor. De forma similar a cómo, en su tiempo, la doctrina social de la iglesia fue una respuesta al socialismo, no exenta de diálogo crítico con el mismo, se propone ahora una doctrina ecosocial de la iglesia, escogiendo como referente a la ecología social. Es una especie de aggiornamento, paralelo al que ya hace tiempo habían iniciado amplios sectores de la izquierda latinoamericana, buscando en la ecología elementos para refundar las convicciones emancipatorias socavadas por la caída del muro de Berlín. Digámoslo de otro modo: ya había algo de tono profético en aquello del ecologismo de los pobres.
Pensándolo bien, desde una perspectiva como la de esta encíclica, se trata de un interlocutor muy adecuado. O, por lo menos, de uno que no resulta en absoluto incoherente. En el universo de los discursos con conciencia ecológica, ésos son los que han alcanzado mayor difusión popular y los que se expresan con más calor emocional. Los más congruentes, a fin de cuentas, con las funciones de cohesión social que corresponden a la religión (con sus funciones compensatorias, que diría un marxista).
Sí resulta llamativo, en cambio, que la nueva doctrina ecosocial católica lance el diálogo haciendo suyos tantos temas de sus interlocutores. La carta papal no se ha dejado casi nada en el tintero. Decrecimiento selectivo, simplicidad voluntaria, mejor con menos, conversión espiritual anticonsumista, deuda ecológica, relocalización, reservas frente a los transgénicos€ Sólo le ha faltado el ecofeminismo (aunque tal vez eso, como en el tema de la población, habría sido pedir demasiado). Es una lástima porque, de haberlo incluido, Jorge Bergoglio habría sonado como un auténtico avatar de Vandana Shiva (una posibilidad que, lo confieso, me divierte y me intriga).
Laudato Si´ propone integrar todo eso bajo el manto de la espiritualidad franciscana. Por una parte, es algo obvio: hace mucho tiempo que Francisco de Asís ha sido reconocido como santo patrón de los ecologistas, con el consenso de muchos ateos. Por otra parte, se trata de un criterio potencialmente muy polémico. Sospecho que las derivaciones doctrinales van a ser especialmente relevantes en torno a este punto.
En 1967, en un artículo publicado en la revista Science, el historiador Lynn White escribió lo siguiente: "El mayor revolucionario espiritual de la historia de Occidente, San Francisco, propuso lo que pensó que era una visión cristiana alternativa de la naturaleza y de la relación del hombre con ella; intentó sustituir la idea del dominio ilimitado del hombre sobre la creación por la idea de la igualdad entre todas las criaturas, incluido el hombre. Fracasó. Tanto nuestra ciencia como nuestra tecnología actuales están tan impregnadas de ortodoxa arrogancia cristiana hacia la naturaleza que no puede esperarse ninguna solución para nuestra crisis ecológica que proceda sólo de ellas."
La referencia es oportuna porque a mi juicio remite a un importante tema filosófico que recorre muchas páginas de la encíclica. El tema es nada menos que el de las relaciones entre la ciencia y la religión. Y los términos del debate podrían esquematizarse de este modo: ¿Los peligros derivados de la ciencia y la tecnología se deben a que éstas son poco cristianas, como mantiene Bergoglio, o a que lo son mucho, como sostiene White?
White, especialista en historia medieval, argumentaba que la ciencia y la tecnología modernas no pueden resolver por sí solas la crisis ecológica porque, precisamente, quedaron muy impregnadas desde su mismo origen por la visión de dominio absoluto sobre la naturaleza que difundió el cristianismo tras la derrota de los seguidores revolucionarios de Francisco de Asís. El texto de Bergoglio, por el contrario, bebe mucho de fuentes que atribuyen el origen del mal a factores presuntamente externos (la modernidad, el ansia de beneficio, la mentalidad consumista, el humanismo antropocéntrico€). Como si la Iglesia Católica no tuviese nada que ver con todo eso. O, más precisamente, como si todo eso la hubiese contaminado desde fuera sin llegar a afectar a su verdadera esencia.
No afirmo que sea White quien tiene razón. No lo sé. La pregunta desborda ampliamente mis escasos conocimientos. La planteo sólo porque hay tanta carga en este punto que no me parece que pueda despacharse con una corrección marginal, con un "es verdad que algunas veces los cristianos hemos interpretado incorrectamente las Escrituras". O, dicho de otro modo: es posible que esta encíclica, tan fuerte en ecología, flojee algo en historia. Lo que sí me parece seguro, en cambio, es que marca una dirección que va a dar mucho trabajo a los especialistas.
El tema, insisto, me parece teóricamente importante. Podría decirse que en términos prácticos no debería serlo tanto (al menos para los no creyentes). Pero no está claro que sea así. La afirmación de que hacen falta una profunda espiritualidad y una conversión radical para hacer frente a la crisis ecológica no es ninguna novedad en la cultura ecologista. Lo dijeron Petra Kelly y Rudolf Bahro en los años ochenta del siglo pasado. Lo ha recordado en su último libro el economista Herman Daly. Lo reiteran hoy con mucha fuerza unos pocos filósofos merecedores de atención. La idea reclama un examen a fondo. Y la pregunta de si lo que esa conversión requiere del catolicismo es una renovación o una refundación no es una parte insignificante en tal examen.
¡Bienvenido, en cualquier caso, un diálogo propuesto de forma tan rica y compleja!
Ernest Garcia es profesor de sociología en la Universidad de Valencia
Fuente: SinPermiso
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