lunes, 6 de junio de 2011

Lejos del final de la crisis,




BANCO DE ESPAÑA



Nos hallamos muy lejos del final de la crisis. Desde el verano del 2007, momento en el que se mostraron los primeros síntomas de lo que se ha denominado después la “Gran Recesión”, los acontecimientos han ido evolucionando hasta ocultar en buena medida el origen inmobiliario- financiero de los problemas. Al reconocimiento inicial de que se
había asumido demasiados riesgos por prácticas crediticias profundamente irresponsables y por un frenesí especulativo con productos financieros enormemente complejos, le sucedió la entrada en escena del Estado como «asumidor de riesgo de último recurso» ante la perspectiva de un colapso del conjunto del sistema financiero. La enérgica respuesta de los gobiernos hizo desaparecer de un plumazo el superávit en las cuentas públicas obtenido durante los años previos. Bien es cierto que a ello coadyuvó no sólo el fuerte incremento del gasto público asociado a los rescates y avales bancarios, sino también la merma considerable de los ingresos como consecuencia de la atonía de una actividad productiva tocada por fuertes desequilibrios financieros. Pero, en cualquier caso, el deterioro de las cuentas del Estado permitió cambiar el foco de la atención del colapso del sistema bancario a la crisis de la deuda soberana, y de ahí a las renovadas obsesiones por el déficit público alimentadas por unas tensiones monetarias que se aprovechan de los errores del diseño de la Unión Económica y Monetaria. Como corolario, se suscribe en marzo del 2011 el ((Pacto por el euro» que refuerza las exigencias del anterior (<Pacto de estabilidad y crecimiento)> que gobernaba la política económica de a Unión Europea..

Así pues, a través de las sucesivas etapas de la crisis se ha asistido a un proceso de sustitución de responsabilidades desde la banca y los agentes financieros hacia las finanzas públicas y, por ende, a los contribuyentes. Este hecho en absoluto ha resuelto los problemas, porque cuando el Gobierno se hace con un activo tóxico o asegura las pérdidas de un banco, estas no desaparecen, simplemente se trasladan desde el balance de una empresa privada a las cuentas públicas del Estado. Se logra, eso sí, una gigantesca redistribución de rentas desde los contribuyentes a las entidades financieras, pero ello no implica vislumbrar ninguna luz al final del túnel, más bien al contrario, significa posponer las posibilidades de la recuperación. La evolución de la crisis ha revelado una vez más que, cuando no se cuestionan los fundamentos del poder de las finan zas y las reglas de funcionamiento del capitalismo, surge rauda la posibilidad de socializar las pérdidas como vía para restaurar la dinámica de a acumulación de capital y su control por parte de las élites económicas. La dura medicina se ha logrado administrar sin apenas rechazo debido a que el cuerpo social ya estaba habituado a un conjunto de políticas que han venido operando en este mismo sentido desde hace casi tres décadas. No hay que olvidar que la crisis actual refleja, al menos en parte, la salida en falso que supuso el neoliberalismo a esa otra gran crisis que se manifestó en los años setenta del siglo pasado. Unas políticas económicas que han sido hegemónicas en unos procesos de globalización y financiarización que han servido para, en vez de resolver los problemas, desplazarlos hacia nuevas geografías y aplazar su solución en el tiempo.

Efectos de La crisis sobre la cohesión

La desigualdad, la pobreza y la exclusión social son procesos estructurales que ni siquiera se logran atenuar en periodos de cierta bonanza económica. La crisis económica ha servido para extender y profundizar esos efectos, generando un grave riesgo de fractura social.
El pinchazo de la burbuja financiero-inmobiliaria reveló que las instituciones financieras se encontraban demasiado endeudadas y con poco capital para proporcionar el crédito que la economía precisaba para su funcionamiento ordinario. Esto afectó rápidamente a las empresas que, al estar necesitadas de la renovación del crédito bancario para sus operaciones, vieron comprometida la continuidad de su actividad no financiera. Ello condujo, a su vez, a un deterioro de los indicadores —de producción, de ventas y de consumo—, provocando en numerosas empresas ajustes de plantilla y cierres, con el consiguiente incremento del desempleo. El aumento del paro convirtió en insolventes a muchas familias que habían accedido a la compra de su vivienda a través de un préstamo hipotecario, con lo que empezaron a aflorar altos niveles de morosidad e impago que contribuyeron a cerrar un círculo que se retroalimenta internamente. Para frenar esa dinámica, hubiera sido aconsejable garantizar el crédito a las empresas a través de líneas públicas de financiación y asegurar a aquellas familias con dificultades para afrontar el pago de su hipoteca. Pero la respuesta consistió en abordar costosísimas operaciones de rescate financiero, que si bien sirvieron para que los bancos sanearan sus balances con el dinero de todos los ciudadanos, arroja ron al abismo a aquellos que perdían a un tiempo su puesto de trabajo, su casa y los ahorros de toda una vida.
Las consecuencias sociales empiezan a ser conocidas por todos: en el año 2010 se han producido más de 100.000 embargos y, según los cálculos de la Asociación de Afectados por Embargos y Subastas a partir de datos del Consejo General del Poder Judicial, más de 350.000 familias españolas perderán sus vivienda en los próximos cinco años. Por otra parte, el nivel de desempleo se aproxima a los cinco millones de parados (el número de parados creció a un ritmo de 1.000 personas al día a lo largo de todo el año 2010) y los cambios en la composición del colectivo de desempleados son especialmente preocupantes: muy superior a lo acaecido en otras crisis, el crecimiento del paro ha sido intenso entre los sustentadores principales; el número de hogares con todos sus activos en paro ha supera do el millón trescientos mil (dos de cada cinco parados viven en un hogar en el que todos os miembros están desempleados); los parados de larga duración superan ampliamente los dos millones y, entre ellos, los que llevan más de dos años buscando un puesto de trabajo son un colectivo creciente y sometido al riesgo de pobreza al verse desprovistos de la cobertura por desempleo. A lo que se suma un grave problema, según advierte el propio Banco de España: “la capacidad de protección adicional contra el desempleo que pudieran constituir los vínculos familiares es ahora menor que en recesiones anteriores». Como consecuencia, los ingresos medios anuales de los hogares se han ido deteriorando, y en el año 2010 el 30,4% de los hogares españoles manifestó llegar a fin de mes «con dificultad)) o (mucha dificultad», incurriendo el 7,7% en retrasos a la hora de abonar gastos relacionados a la vivienda principal (hipoteca o alquiler, recibos de gas, electricidad, comunidad, etc.).

Si este conjunto de factores está deteriorando con gran celeridad el bienestar social del presente, las políticas con las que se está respondiendo a la crisis están comprometiendo el bienestar y la cohesión social del futuro. La reforma de las pensiones resulta sintomática a este respecto. Las pensiones públicas han sido el principal programa antipobreza desarrollado por la vertiente social del Estado, y lo atestigua el hecho de que, a pesar de encontrarnos en esta materia lejos de los niveles europeos, los hogares españoles forma dos por mayores es el grupo que mejor ha soportado los efectos sociales de la crisis actual. Sin embargo, a partir de ahora las actuales generaciones de activos trabajarán más pero cobrarán menos en el futuro. Además, la reforma reforzará en el momento de la jubilación las desigualdades que los trabajadores y trabajadoras arrastren a lo largo de toda su trayectoria vital y profesional, abriendo, por otro lado, el abanico de las diferencias entre los que pudieron complementar su prestación pública con un fondo de capitalización privado y aquellos otros que esta posibilidad la tuvieron negada por una capacidad de ahorro limitada por sus magros ingresos. En esas circunstancias es difícil pensar que se vaya a incrementar el bienestar social futuro, máxime cuando el grupo de los pasivos representará una porción creciente del total de la población del país.

Efectos sobre La democracia y La sostenibiLidad

La crisis también está contribuyendo a deteriorar los precarios mimbres sobre los que descansa la democracia representativa en las sociedades europeas. Lo decíamos al principio. La renuncia de los gobiernos a contestar y controlar el poder de las finanzas los deslegitima ante una ciudadanía que asiste impotente a la primacía de la lógica económica frente a la política y que, como consecuencia, padece un menoscabo de sus derechos económicos y sociales. La pérdida de confianza en la política y sus instituciones es un proceso que, aun que viene de largo, se agudiza con la crisis.

Recuerda Ignacio Escolar desde las páginas del diario Público la definición de España que sugiere Roberto Mangabeira, ex-ministro de Asuntos Estratégicos de Brasil con Lula y catedrático de leyes en Harvard: «una democracia secuestrada por las grandes empresas, por una plutocracia mercantilista que ha puesto las instituciones del Estado a su servicio». La crisis ha puesto de manifiesto también que la supuesta “independencia” de los Bancos Centrales no está al servicio del interés general, sino que constituye una simple coartada para burlar los controles democráticos. En nuestro caso, ¿qué responsabilidades se han exigido desde los poderes públicos al Banco de España por su laxitud supervisora frente a determinadas prácticas financieras? Si de verdad nos concierne la defensa de la democracia no deberíamos dejar caer estas apreciaciones en saco roto. Como no deberíamos aceptar impasibles el férreo corsé que supone para los países de la zona euro la renuncia del Banco Central Europeo a financiar el déficit público o la exhortación —expresada a través del denominado «Pacto por el euro» a modificar las constituciones políticas para canonizar el equilibrio de las cuentas del Estado.

Asimismo, la crisis dificulta el avance hacia una sociedad sostenible. Por un lado, percibimos las profundas consecuencias que sobre el territorio ha acarreado la burbuja financiero-inmobiliaria, y que magistralmente ha resumido Ramón Fernández Durán con la expresión de «tsunami urbanizador». Por otro, los grandes desafíos —cambio climático, alimentos, energía, etc— siguen ahí esperando una respuesta, pero después de la crisis económica los recursos con los que contaremos para afrontarlos serán considerablemente menores. Por no mencionar el tiempo, el recurso que se torna más escaso a medida que se agudizan los problemas globales.


PAPELES, número 113 Primavera 2011
Santiago Álvarez Cantalapiedra





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